En mayo del próximo año, esta web cumplirá diez años. Si me conoces, me sigues o al menos sabes de mi existencia, sabrás, con casi total seguridad, que mi historia a este lado del misterio (me gusta llamarlo así) se escribe en paralelo a esta aventura que en su momento bauticé como Al final de la escalera. Supongo que no es necesario detallar todo lo que, durante ese periodo, quien escribe estas líneas ha vivido, sufrido, aprendido y, sobre todo, desaprendido. Insisto: desaprendido; porque, en realidad, en este desconcertante universo de lo que se resiste a ser explicado, es condición necesaria, si uno quiere avanzar, estar dispuesto a retroceder, reconsiderar y, si es necesario, volver a empezar.
He de decir, por el contrario, que, salvo honrosas excepciones, no veo, en este peculiar engendro conocido como mundo del misterio, predisposición alguna a reconsiderar nada. En su lugar veo ideas muy asentadas y extendidas, convicciones prácticamente inamovibles cuyo origen, a poco que uno rasque, se encuentra en lo que alguien formuló (probablemente como mera hipótesis), pero que el tiempo y el boca a boca, unidos a la necesidad de creer, ha convertido en dogma (quien dice boca a boca dice WhatsApp a WhatsApp... o similares). Por eso, muchas supuestas investigaciones, lejos de pretender la búsqueda de respuestas, parten con la misión de encajar, aunque sea a martillazos, la pregunta y una respuesta escogida hace mucho tiempo como la correcta y, por supuesto, la única. Sobra decir (o no) que una investigación con esos cimientos parte con muy mal pie.
No es mi cometido modificar la condición humana, obviamente, pero sí necesito intentar comprenderla para transitar con cierta dignidad por los territorios de lo insólito y no arriesgar más de lo necesario la escasa cordura que me queda. Por eso, aunque mi postura encaje poco o nada con la mayoría de postulados que imperan por estos lares, soy férreo defensor, casi siempre en solitario, de que si uno quiere montar un puzle no puede descartar ninguna de sus piezas. Dicho de otro modo: fraudes, mentirosos, noticias falsas (odio la invasión de anglicismos), trastornos mentales, exageraciones y un largo etcétera de elementos incómodos (para quien se toma estos asuntos en serio) son también, por desgracia, parte del puzle que intentamos montar. No es necesario decir (o sí) que, con tales premisas, la navegación por estas aguas proporciona pocos mares en calma.
Entre esos hábitos (en mi opinión poco saludables) que comparten la inmensa mayoría de investigadores y divulgadores vinculados al misterio, hay uno muy reincidente (casi omnipresente): el de ordenar las preguntas de forma errónea y precipitarse en buscar la respuesta del millón de dólares. ¿Los hechos que se describen en la casuística que investigamos son reales o no? Es decir, ¿existen los fantasmas, los duendes, los extraterrestres...?, ¿hay pruebas de la existencia de vida más allá de la muerte física?, ¿existen la reencarnación, la comunicación con los muertos, la precognición...? Son, en definitiva, muchas las cuestiones recurrentes que provocan que uno, de vez en en cuando, vuelva a ser interperlado con la misma pregunta: «Pero, Xus, ¿tú crees en esas cosas?».
Creer: palabra maldita (para mí). Hace mucho que me niego a emplearla si no es como sinónimo de «opinar», «sospechar» o «tener confianza en». Porque, si se trata de dar algo por cierto sin ninguna opción a cuestionarlo, me niego en redondo; aunque lo diga la ciencia, a la que no pocos, paradójicamente, emplean como creencia, olvidando principios fundamentales de esa misma ciencia que dicen seguir y defender, entre los que yo destacaría: dudar.
No, no creo en estas cosas. No creo porque nunca me he hecho la que, en mi opinión, es una pregunta equivocada: ¿son reales? La pregunta que yo me hago en su lugar es: ¿qué son? Porque serlo lo son; ahí está la casuística para demostrarlo. Si detrás de ciertos fenómenos, de ciertos testimonios, están los falsos recuerdos, una distorsión de la realidad a día de hoy inexplicada, la existencia de elementos no perceptibles por el ser humano, un dios que se aburre y de vez en cuando hace pequeñas (y no tan pequeñas) travesuras o quién sabe si una extraña combinación de todo lo anterior (y mucho más) está por ver. Pero, en mi modesta opinión, la obsesión en responder a una pregunta que no estamos en condiciones de hacernos, la de si las experiencias que investigamos son reales o no, nos desvía del camino y, en muchas ocasiones, lo vuelve tedioso. ¿Llegará el momento de hacerse esa pregunta? Ojalá; pero no es ahora.
Claro, que puedo estar equivocado. De momento, yo sigo con mis dudas.