—¿A qué viene esa cara? —dijo el abuelo.
Dani se encogió de hombros. Estaba sentado en el suelo, con su cabeza sobre los brazos y estos sobre sus rodillas. Aunque su mirada se dirigía hacia un rincón del desván, sus pensamientos parecían estar mucho más lejos.
—Es Nochebuena; tendrías que estar contento, preparándolo todo para esta noche.
El pequeño salió precipitadamente de sus pensamientos para responder con tristeza:
—Papá no quiere celebrar la Navidad.
—¡Vaya! —lamentó el abuelo—. ¿Y puede saberse la causa de semejante desatino?
Dani dirigió la mirada hacia su abuelo sin poder abandonar su semblante apenado:
—Dice que sería una falta de respeto, pero yo creo que es porque está triste.
—¿Una falta de respeto? ¿Hacia quién? —insistió el abuelo.
—Hacia ti.
—Claro, era de imaginar. —El abuelo dibujó una sonrisa cansada desviando su mirada hacia el suelo.
—¿Por qué? —dijo Dani—. ¿No te gusta la Navidad?
El anciano llenó sus pulmones antes de responder con energía y vehemencia:
—¡¿Que no me gusta la Navidad?! ¡Es mi momento preferido del año!
—¿Entonces? —protestó Dani.
El abuelo se tomó su tiempo antes de responder:
—Eres un niño muy observador e inteligente, Dani. Tienes razón: tu padre está triste. Te puedo asegurar que nadie más que yo quiere que celebréis esta Navidad; pero solo tú puedes convencerlo.
—Ya se lo he dicho, pero no me hace caso. Incluso se enfada conmigo.
—Bueno... hay algo que podemos hacer, aunque es un poco...
Dani se llenó de esperanza:
—¿Se lo dirás tú, abuelo? Si lo haces, a ti te hará caso; seguro.
El abuelo volvió a rescatar su sonrisa triste antes de responder:
—Ese es el problema, Dani: yo no puedo decírselo.
—¿Por qué? —dijo el pequeño sorprendido.
—Porque tu padre no puede verme; ni tan siquiera escucharme.
Dani no podía comprender aquellas palabras.
—¿Y mamá?
—No, Dani, mamá tampoco puede verme.
—¿Por qué?
—Porque... —pareció dudar—. Verás, Dani, desde hace unas semanas estoy en un lugar en el que solo tú puedes verme.
—¿El desván? Pero ellos también pueden subir aquí.
—No, cariño, no me refiero al desván. Me refiero a que, esté donde esté, solo tú puedes verme y escucharme. Hace unas semanas me marché. A ti no te lo han dicho, y tú no te has dado cuenta porque sigues hablando conmigo, pero...
—Claro —expresó el pequeño con tristeza—. Por eso dicen que estás...
—¿Muerto?
—Sí. —Los ojos de Dani comenzaron a enrojecerse; estaba a punto de llorar.
—No, cielo —dijo el abuelo acercándose—, no debes ponerte triste. ¿Acaso te parece que estoy mal?
Dani negó con la cabeza mientras intentaba sonreír.
—Pero entonces...
—Papá está triste porque ya no puede verme ni escucharme —interrumpió el abuelo—; mamá también. Yo sí puedo verlos a ellos, pero no puedo decirles nada. Por eso, si queremos celebrar esta Navidad, tendrás que ayudarme.
—Pero tú no estarás —lamentó Dani.
—Yo estaré siempre, Dani. Es cierto que, dentro de muy poco, como les sucede a tus padres, dejarás de verme; pero, si estás atento, comprobarás que estoy en todo lo que te rodea. Como la abuela y como todos los que un día pasamos por vuestro corazón. Así ha sido siempre.
—¿Qué tengo que hacer?
— · — · —
—¿Por qué no celebramos la Navidad? —se atrevió a sugerir Dani. Hacía escasos minutos que se habían sentado a comer, exactamente los que había necesitado para reunir el valor necesario. Su padre, suspirando, como había hecho ante la misma pregunta los días anteriores, se tomó un tiempo antes de responder:
—Ya lo hemos hablado, chico: este año no.
Mamá, como otras veces, dirigió su mirada profunda y callada a ambos. Finalmente rompió su silencio:
—Tendrás tus regalos, Dani; ni Papá Noel ni los Reyes Magos se van a olvidar de ti.
—No me preocupan mis regalos, mamá —protestó Dani—; quiero que celebremos juntos la Navidad. Quiero montar el Belén, el árbol, adornar toda la casa y cantar villancicos. Además... —dudó antes de continuar.
—¿Además qué, cielo? —preguntó su madre.
—El abuelo quiere que celebremos la Navidad —se atrevió finalmente a soltar.
—¡¿Qué diablos estás diciendo?! —dijo su padre intentando controlar su enfado.
Dani lo miró asustado aunque decidido a seguir con el plan del abuelo:
—Papá, el abuelo está bien. Y quiere que celebremos esta Navidad, como hemos hecho siempre, como hacíais también cuando tú eras pequeño, con él, con la abuela y con los tíos...
—Dani —interrumpió su padre—, sé que tienes mucha imaginación y que recuerdas al abuelo. Eso está muy bien, pero...
—No, papá —esta vez fue Dani quien detuvo a su padre—, no es mi imaginación. ¿Es imaginación el libro que lees cada noche antes de dormir?
—¿Qué...?
—Sí, el que te trajo Papá Noel la Nochebuena de mil novecientos ochenta y cinco, el de los cuentos. Sé que lo lees cada noche porque te recuerda cuando el abuelo te lo leía antes de dormir. Me lo ha contado él; te observa cada noche, papá. Y también me ha dicho que yo no volveré a tener siete años, que esta Navidad, como todas, es única, y que debemos celebrarla.
Aunque escondía su rostro entre las manos, supo que su padre estaba llorando. Su madre también lo hacía, pero ella no lo ocultaba. Hubo varios minutos de silencio antes de que su padre recuperara la serenidad. Finalmente, con tono muy severo, se dirigió a Dani:
—Vamos, acábate ya esa sopa.
—Pero... —protestó Dani temiendo que el plan del abuelo no hubiese funcionado.
—Si no acabas pronto —siguió su padre—, no tendremos tiempo de preparar todo para esta noche. Tenemos mucho trabajo, jovencito.
Dani, inmensamente feliz, observó sorprendido que, detrás de su padre, comenzaba a desvanecerse lentamente la imagen de su abuelo. Antes de desaparecer por completo, pudo leer en su última sonrisa:
—Feliz Navidad, Dani.