Apoyó las manos sobre sus rodillas. Sabiéndose completamente exhausta había detenido su arrebatada carrera hacia ninguna parte. Ahora su prioridad era retomar el aliento. Luego intentaría orientarse y descifrar el lugar exacto en el que había desembocado su fuga desesperada. Era el paso previo antes de buscar el modo de regresar a casa.
Regresar a casa. ¿Cuándo? ¿Cómo? Estaba muy asustada. Sabía que el desenlace de su inesperada aventura no era otro que enfrentarse a las consecuencias de su desgraciado accidente. Sí, había sido un accidente, pero ¿qué explicación daría a sus padres? «La verdad, Sara», se dijo a sí misma; «solo tienes que decir la verdad». No había hecho nada malo; solo estaba mirando el belén. Pero entonces le dirían que se había aproximado demasiado, que ya le habían advertido una y mil veces que no debía asomar su pequeña cabeza por encima de la tabla.
El riesgo estaba calculado. Sabía que sus padres colocaban las figuras a una distancia prudencial del borde. Ella únicamente se asomaba sin tocar nada. De ese modo imaginaba la conversación entre la lavandera, situada junto al río, y el leñador, que cruzaba el puente tirando de su burro cargado de leña. O ponía voz a los gritos del rey Baltasar: «¡Melchor!, ¿queda mucho para Belén?».
Pero su personaje preferido era el pastorcillo cojo. Lo llamaban así porque tenía una pierna más larga que la otra. Tenían que colocarlo apoyado sobre la pared o buscar algo que hiciera de suplemento bajo la pierna más corta. Era su figura favorita porque también era la preferida de su abuelo. Le había contado mil y una historias acerca del pastorcillo. «Es el muchacho más listo de Belén, sabe hablar con las ovejas», decía; o «Míralo, va de camino al portal; este sabe que ahí se cuece algo importante».
Miró a su alrededor buscando un lugar en el que descansar y reordenar sus pensamientos. No tardó en localizarlo. Sin darse cuenta había llegado hasta un parque al que solía ir con sus padres, aunque no estaba muy segura de recordar cuál era el camino de regreso a casa. Pensaría en eso más tarde. Ahora solo pensaba en llorar; necesitaba hacerlo.
«Les he estropeado la Navidad a todos», pensó mientras se sentaba en un banco; «sobre todo al abuelo; era su figura preferida». No lograba apartar de su mente la imagen del pequeño pastor en el suelo, hecha trozos. No lo había visto caer. Únicamente recordaba haber tropezado con su pelota de goma y cómo, instintivamente, intentando no caer, había soltado un manotazo sobre la tabla del belén. Tan solo un segundo después pudo comprobar las consecuencias del inoportuno accidente.
Rompió a llorar. Comenzó a sentir que se desvanecía entre el ruido de la gente, los automóviles y ese viejo villancico que se escuchaba a lo lejos. Era casi mediodía y, aunque hacía frío, el sol proporcionaba cierta sensación de calidez. Todo el mundo parecía feliz. «Normal, es Nochebuena», pensó. Pero sintió que aquella iba a ser la peor Nochebuena de su vida.
— · — · —
—Entonces, ¿no estás enfadado conmigo? —preguntó sorprendida (y aliviada) dirigiéndose a su abuelo. Este la miró sonriendo, como hacía siempre que hablaba con ella.
—No, Sara, no estoy enfadado. Fue un accidente, ¿no? Debiste ser más prudente, es cierto, pero sé que eres una niña buena, buena e inteligente; la próxima vez tendrás más cuidado, ¿a que sí?
Sara asintió intentando dibujar una sonrisa. No sabía cuánto tiempo llevaba llorando. Cuando la encontraron en el parque, sentada en aquel banco, le había sorprendido que sus padres no estuvieran enfadados con ella por haber roto la figura del pastorcillo cojo, al menos no tanto como por haber huido de casa. Aunque, a decir verdad, parecían más preocupados que enfadados. Ahora, ya de nuevo en casa, estaba en el desván, con el abuelo, que había pedido quedarse con ella a solas.
—Pero era tu figura preferida, abuelo, y la he roto —insistió sintiendo el impulso de volver a llorar.
—Te equivocas, jovencita.
—¿No era tu figura favorita? —preguntó Sara sorprendida.
—No —respondió el abuelo—, no lo era. ¿Sabes por qué?
Sara, confundida, negó con la cabeza.
—No era mi figura preferida... —siguió el anciano— ¡porque sigue siendo mi figura preferida! Y, ahora, tú y yo vamos a arreglarla.
Sara sintió que, por primera vez en mucho tiempo, el aire regresaba de verdad a sus pulmones.
—¿Se puede arreglar?
—¡Claro que se puede arreglar! Y ahora mismo. Te recuerdo que en unas horas celebraremos la cena de Nochebuena. ¡No querrás que nuestro pastorcillo se pierda un momento tan importante! Yo no imagino el belén sin nuestro personaje preferido, ¿tú sí?
Sara volvió a negar con la cabeza. Después de todo, parecía que aquella Nochebuena tenía arreglo. Y el pastorcillo también.
— · — · —
Habían tardado casi dos horas en recomponer al maltrecho pastor. El abuelo era hábil con las manos; pero sobre todo tenía una paciencia infinita. Había disimulado con eficacia cada una de las heridas (así las llamaba) producidas en el accidente.
—Bueno, y ahora lo más importante —dijo de repente el abuelo—. Vamos a dejar que se seque antes de llevarlo de nuevo al belén. Mientras, quiero contarte algo. Ven.
Sara acompañó al abuelo hasta un rincón del desván, donde ambos se sentaron en el suelo; el abuelo con bastante más dificultad, desde luego.
—¿Qué me vas a contar, abuelo? —dijo Sara impaciente; impaciente e intrigada.
—¿Nunca te has preguntado por qué es mi personaje preferido?
—No lo sé, abuelo; es una figura muy bonita. ¿No es por eso?
—¡Sí, desde luego que es bonita! Pero... —respondió el abuelo dándole al momento cierta solemnidad.
—¿Pero qué, abuelo? —Sara estaba cada vez más impaciente.
—Es cierto que es muy bonita —siguió—, pero también lo son el resto. Sin embargo, esta es especial. Y lo es porque me recuerda a otra Nochebuena, una de hace muuuuuchos años.
Sara miraba y escuchaba con mucha atención. No era para menos; aquello parecía importante.
—Yo tenía tu edad... más o menos. Era el primer año que me dejaban ayudar a montar el belén. Prometía ser uno de los días más felices de mi vida. Pero tuve un accidente. Como tú hoy. Al intentar colocar una de las figuras, tropecé con un trozo de corcho que había en el suelo y la figura y yo salimos volando. Fue horrible —volvió a hacer otra pausa solemne. Sara no se atrevía a rechistar—. ¿Adivinas qué figura tenía en las manos?
—¡El pastorcillo cojo! —gritó Sara con los ojos muy abiertos.
—Sí, Sara —sonrió el abuelo mientras colocaba su brazo sobre su nieta—, el pastorcillo cojo.
—¿Y qué pasó?
—Lo que pasó fue que, mientras yo no dejaba de llorar, mi abuelo me cogió de la mano y subimos hasta aquí.
—Y la arreglasteis...
—Sí, cariño, la arreglamos. Por eso es mi figura favorita, porque me recuerda al día en que mi abuelo cogió un momento triste y lo transformó en uno de los días más felices de mi vida.
— · — · —
—Papá, eres maravilloso —dijo la madre de Sara mientras, a cierta distancia, observaba como la pequeña, llena de felicidad, miraba fascinada a su querido y ahora reconstruido pastorcillo cojo—. Sabes cómo hacernos felices a todos.
—Eso es la Navidad, ¿no? —respondió mientras ambos se abrazaban—. Poner un poco de luz allá donde hay oscuridad. A nuestra pequeña Sara hoy se le ha caído el mundo encima. Podríamos haberle proporcionado una buena reprimenda, podríamos haber sembrado en ella un recuerdo triste. ¿Qué habría sido del resto de sus nochebuenas? Nunca lo sabremos. Ahora espero que haya aprendido la lección: que la oscuridad se combate con luz, nunca con más oscuridad.
—Feliz Navidad, papá.
—Feliz Navidad, hija.
(Este relato es propiedad de su autor y no puede reproducirse total o parcialmente sin su autorización expresa).