Pasaban pocos minutos de las cuatro de la tarde cuando cerré la puerta de mi casa. Era viernes, 7 de julio para ser más exactos. Volvía a abrirla casi cuarenta y seis horas después. Entre esos dos instantes, quinientos kilómetros, abrazos, risas, miradas... Pero, sobre todo, ese momento de decir la última frase, mirar el micrófono para encontrar el interruptor y desconectarlo, un suspiro imperceptible susurrando «Ya está», la mirada perdida y la misma pregunta de siempre: «¿Y ahora qué?».
La octava es historia. El tiempo la ha convertido, como a sus siete predecesoras, en un recuerdo que, como todos, irá mutando de persona en persona, de momento en momento. Será la octava excusa que emplearemos para fabricar la novena. Será muchas cosas más...
Soportar el cariñoso «rapapolvo» de quienes me reprochan que le busque las vueltas a todo es parte de esto que yo, mientras nadie me demuestre lo contrario, sigo llamando juego. Son los mismos que me piden más quedadas. Y esa incongruencia, la de pretender que yo sea una persona distinta a la que un día «inventó» las quedadas, como si esa persona hubiese podido tener semejante ocurrencia, es otro de los muchos «pequeños» detalles que configuran ese inmenso y estremecedor orden que a simple vista parece el caos más absoluto.
Por eso, volver a preguntarme todos los días por qué y para qué es para mí imprescindible. Cada quedada, como cada programa, como cada artículo, como cada cualquier otra actividad, será para mí siempre susceptible de ser la última. La siguiente lo será solo si hay razones para que lo sea. Y eso, que muchos interpretan como una amenaza, es la mejor garantía para que las quedadas no pierdan nunca su esencia. No vamos a caer en la rutina. No seríamos nosotros; no serían nuestras quedadas.
Después de ocho maravillosas historias, ¿ahora qué? Pues lo de siempre, volver a empezar; pero no como siempre.
Que siga el juego.